
Pero a mí gustan las cosas dulces
Sí, cada vez descubro más que el sexo es cuerpo, no es un nombre. Me gustan las estéticas gay y de la diferencia; pero no me agrada la rudeza de los niños. Todo es tacto cuando estás ebria, dejas de escuchar y te demoras el triple en pensar. Así que las niñas me enseñaran cosas de niñas.
El otro día les preguntaba a unas amigas lesbianas sobre las vaginas, que cómo había que tratarlas, que dónde hay que tocar para llegar al punto del placer, que si se podía meter la mano, que si metía muy adentro mi cabeza me podía ahogar y qué pasaba con el Ph. En el sexo, a diferencia del amor, la gente no responde con un solitario “depende”, pero de igual forma se echan a pensar, mueven sus labios y miran hacia al cielo, tratando de conectarse con sus placeres, con la última vez que se las follaron o que quedaron con su rostro impregnado en una mezcla de saliva, cuerpo y acidez de tomate.
Me decían que había que usar la mano y los dedos, que las articulaciones de las manos eran mucho mejor que la dureza de un pene, a los cuales yo también les he llegado a tener miedo. Que en la chocha hay todo un mundo por recorrer: labios, clítoris, monte y no sé que más, porque nunca me interesó mucho la biología. ¿Y el olor? No importa, las chicas se levantan de las camas, con sus cuerpos remojados en sexo, se van en la micro y huelen los lugares más reconditos de sus dedos para encontrar algo de ese aroma que yo aún no conozco. Porque para mí la Señorita Honey es aún un misterio que sabe como la acidez de un tomate según un amigo. Pero a mí me gustan las cosas dulces, así que tendremos que usar crema Chantilly o merengue.
Y entonces una chica se levanta de su silla, deja su piscola sobre la mesa y se baja sus pantalones frente a mí. Yo le toco su encaje negro y transparente, rozo su entrepierna. Nos reímos. Nos humedecimos y dilatamos.
Esa noche le diría a un chico que mejor no, que mejor no, ni siquiera que esperáramos.
Sí, cada vez descubro más que el sexo es cuerpo, no es un nombre. Me gustan las estéticas gay y de la diferencia; pero no me agrada la rudeza de los niños. Todo es tacto cuando estás ebria, dejas de escuchar y te demoras el triple en pensar. Así que las niñas me enseñaran cosas de niñas.
El otro día les preguntaba a unas amigas lesbianas sobre las vaginas, que cómo había que tratarlas, que dónde hay que tocar para llegar al punto del placer, que si se podía meter la mano, que si metía muy adentro mi cabeza me podía ahogar y qué pasaba con el Ph. En el sexo, a diferencia del amor, la gente no responde con un solitario “depende”, pero de igual forma se echan a pensar, mueven sus labios y miran hacia al cielo, tratando de conectarse con sus placeres, con la última vez que se las follaron o que quedaron con su rostro impregnado en una mezcla de saliva, cuerpo y acidez de tomate.
Me decían que había que usar la mano y los dedos, que las articulaciones de las manos eran mucho mejor que la dureza de un pene, a los cuales yo también les he llegado a tener miedo. Que en la chocha hay todo un mundo por recorrer: labios, clítoris, monte y no sé que más, porque nunca me interesó mucho la biología. ¿Y el olor? No importa, las chicas se levantan de las camas, con sus cuerpos remojados en sexo, se van en la micro y huelen los lugares más reconditos de sus dedos para encontrar algo de ese aroma que yo aún no conozco. Porque para mí la Señorita Honey es aún un misterio que sabe como la acidez de un tomate según un amigo. Pero a mí me gustan las cosas dulces, así que tendremos que usar crema Chantilly o merengue.
Y entonces una chica se levanta de su silla, deja su piscola sobre la mesa y se baja sus pantalones frente a mí. Yo le toco su encaje negro y transparente, rozo su entrepierna. Nos reímos. Nos humedecimos y dilatamos.
Esa noche le diría a un chico que mejor no, que mejor no, ni siquiera que esperáramos.